Ed. Note: This week, a dizzying whir of information barreled through the scene office like a mine going off: Columbia University’s “Daily Spectator” publishes “La Página,” a weekly Spanish-language bulletin. Granted, the Spanish articles are literal translations of the original English stories. But, we had to wonder, could this be the future of journalism? scene investigates.

Lo que lees está en español — a que ni te lo imaginabas.

No comprendes lo que escribo. Estabas leyendo scene (o mejor dicho, escena), creyendo que eres lo máximo porque sólo tú entiendes esa obscura referencia a ‘Oregon Trail’ o al último libro de Don DeLillo que pretendes haber leído.

Luego te atopas con este retazo de texto y te confundes, se te cae la cara de hipster sabelotodo. Actúas como si no te importára. Nada aquí escrito te importa, y menos aún si mis palabras no te resultan en lo más mínimo inteligibles.

Pero ya que tengo tu atención, hablemos de cosas más importantes, de relevancia cultural, con repercusiones monumentales en toda la humanidad, etc., etc. — mis vacaciones.

Primero, permíteme aclarar:

Sí, vivo en una isla en el Caribe (paraíso tropical sobrestimado), llena de cocos, palmeras, arenas blancas, y otras nebulosas pantallas que te distraen de la corrupción, el narcotráfico y la violencia. Lo de siempre.

No, el simple hecho de ser latinoamericano no significa que me gusta la comida picante (estás pensando en México, “güey.”)

Tampoco tenemos invierno a la americana. Somos más bien gente de verano constante, como el sol de los Teletubbies con cara de bebé.

Vivir en casa, de esta manera, siempre ha sido una vacación perpetua.

Así me burlo de ti, lector — tú, sentado en el comedor de turno, pasando las páginas del periódico, comiendo un salmón ahumado que fue comprado en agosto. Tú, desdichado, sólo esperas irte ‘a divertir’ bajo 6 pulgadas de nieve en Minnesota.

Mientras que yo, a pesar de 8 horas de viaje, llego a mi pedazo de tierra (a penas un poco más grande que Connecticut) y me siento como en Edén.

Rodeado de amigos de mi infancia, me encuentro en un Nirvana donde tener 18 años me hace un adulto, no un adolescente diseñando un engaño infalible para esquivar al portero y divertirse. Me darían tres bofetadas (galletas? cachetadas? manotones? Lo que sea.) si llego a una fiesta con una botella de plástico y un cartón de jugo Tropicana.

Pero no te equivoques — hasta el momento, me ha encantado mi primer año en Yale.

Allá en la isla no tenemos ‘Modern Love’ (hmmm, A M O R M O D E R N O? No pasa), o ‘Mujer de las Flores’ (‘Mujer Floral’?) Y mucho menos un ‘Campus Viejo’ donde nos podemos sentar a apreciar el espejismo de que, sin importar el montón de trabajo a cuestas, somos afortunados de estar aquí.

Cambiar de ambiente implica cambiar de mentalidad.

En casa, estoy en un lugar donde la tilde en mi apellido no le rompe el cráneo al que lo lee. En Yale, soy el chico que habla inglés con un ligero acento de mentecato y (ahora, aparentemente) escribe artículos que 90% de los estudiantes no van a entender.

Perdón. Pero total, si no te importa, a mí menos.